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La última cruz del hombre (a modo de ensayo) por José López Romero

La última cruz del hombre (a modo de ensayo) por José López Romero




Apagué el televisor y quedé pensando en soledad. Las palabras de un amigo se habían grabado en mi conciencia cuando dijo; “No tenés que hilar demasiado fino, porque a nadie le interesa y te dejan solo”. Era bien caída la tarde del martes cuando hablábamos en su vereda alfombrada de hojas secas, de aquellas cosas que no se manifiestan con cualquiera. No sé por qué, encadené estas reflexiones en el día que Judas traicionara a Jesús. Mi escasa práctica religiosa había olvidado estos detalles litúrgicos, pero me ilustró por casualidad, una publicación que leí al pasar. Tenía que escribir, intentando sacudir de mis oídos la superficial preocupación de un locutor, irritado ante el precio de los tradicionales chocolates de Pascua. Por asociación repentina, pensé en las “barritas” que los soldados invasores en Irak, estiraban hacia los niños temerosos pero hambrientos, a los costados del camino para ganar hipócritamente su amistad. Momentos antes habían ametrallado a diestra y siniestra, tal vez a sus padres, a sus hermanos, parientes o vecinos, dejando a su paso cadáveres humeantes y despedazados. La visión de esta catástrofe no era algo nuevo, lo recordaba de las películas de la segunda guerra, una de las tantas escenas que habremos consumido de niños en los cines. Soldados “USA” encima de sus carros de combate recibiendo el agradecimiento “entre comillas”, de los pueblos liberados. Las sonrisas sembradas a fuego y cosechadas entre escombros y sangre. Recordé también la insistencia para que mi padre me construyera una ametralladora de madera con una banda elástica que tirara bolitas de paraíso. Los juegos de guerra en el baldío, las granadas de cascote de tierra, las trincheras en la cuneta. Nuestras batallas sin heridos ni muertos porque nadie quería morir. “¡Mentira, no me mataste!” – y quien ganaba la discusión seguía jugando a la inocente simulación de asesinar. Un día, un cascote de ladrillo le reventó uno de sus ojos al hijo del bicicletero del barrio. Aquello fue casi un duelo que nos mantuvo en casa temerosos, pero no nos olvidamos de los juegos bélicos y una semana después, volvimos a “guerrear” sin pesares. No sé si tendrá un significado esta contradicción, pero marca una constante de la vida, el hombre no es capaz de su última cruz. Vuelvo a las impresiones de la guerra, lo que inspirara estas líneas atropelladas y confusas. Hay poderes sin límites hasta hoy, que dominan, y mercaderes para financiar las desgracias más atroces, y como si ya no fuera suficiente, intentan diseminarlas en el espacio, fuera del planeta, aunque todavía con barreras. Son los mismos mezquinos intereses que permiten silenciosas y letales contaminaciones en nombre y beneficio de todos.
Aún sigo contando de nuestra gente, de las pequeñas historias de todos los días, sencillos párrafos descubridores de lo bueno que guardamos de la convivencia. Posiblemente me haya equivocado en tocar un tema terrible y triste, que hoy está lejos, pero que nos incumbe si nos consideramos plenamente humanos. Mi deletreo filosófico es inadecuado para descifrar el triunfo del dolor, las banderas de la paz y la libertad ondeando con soberbia de misiles y bombas inteligentes. No alcanza tampoco para entender el mensaje de quien aniquila sin misericordia, en nombre de Dios. Razón, inteligencia y derecho, son patrimonios que se arrogan los dueños de la fuerza, los Goliat del mundo. La crucifixión de tantos Cristos urbanos, es la muerte en directo por una pantalla a todo color;  la tecnología para el progreso del miedo; los pueblos en lágrimas; sus niños mutilados; su cultura pisoteada, demolida con insania. Jesús de Nazaret podría haber tenido la apariencia de cualquiera de estos hombres del Medio Oriente. Vestía ropas parecidas, calzaba zandalias y caminó el desierto por las mismas arenas de Bagdad. Allí con esta gente, sufre en cada agonía de guerra otra vez el Calvario.
por José López Romero