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El cine: primera parte. La magia se enciende por ´´Oscar “Cachi” López

Se apagaba la luz, y comenzaba la emisión del noticiero “Sucesos Argentinos”, que duraba unos diez minutos. Era momento de empezar a acomodarnos. Cuando escuchábamos el rugido del león de la Metro Goldwin Mayer, o aparecían “la señora con el helado” de Columbia, el emblemático castillo de Disney, el planeta iluminado de Universal, o la montaña con las estrellas de Paramount, sabíamos que se encendía la magia. Por una hora y media o dos, el mundo se detenía para nosotros. Los chistidos de silencio, las corridas de último momento y la emoción que se nos salía del cuerpo, hacían que lo que estábamos a punto de ver fuera maravilloso, y se convertiría en motivo suficiente para que habláramos el lunes, el martes, y durante toda la semana siguiente, aún con aquellos que no la vieron.
Si bien los años 60-70 vieron brillar al cine en todo su esplendor, la llegada de los televisores a los hogares fue marcando su fin, cuestión ajena a nosotros y probablemente por eso, lo disfrutábamos a pleno. Fue una época hermosa y que pudimos vivenciar, en el Cine Belgrano de nuestro pueblo, hasta mediados de los ‘70. Funcionaba en un Salón parroquial, que había sido construido a mediado de los ´50. Las paredes eran de ladrillos vistos, para mejor acústica o quizá la idea era revocarlos, pero nunca alcanzó el dinero para hacerlo.
La cartelera se encontraba en la vereda junto al portón y la puerta de chapa que daban acceso. Bajo letreros que daban cuenta de los días de exhibición se exponían los coloridos y atractivos afiches de los filmes de la semana. Luego de verlos, comenzaba la tarea de juntar las monedas para asistir. Si faltaba algo de dinero los papás colaboraban, sabían que serían tres o cuatro horas que se librarían de nosotros.
El papel diminuto que nos entregaban a cambio de dinero era un pasaje a otro mundo, a un universo de fantasías. Los ojos se abrían exageradamente como una flor que recibe los primeros rayos de sol, las pupilas se dilataban como si accionáramos la lente de una cámara, los labios se despegaban, la mandíbula caía como una caja fuerte que encuentra su clave y hace “clic” indicando su apertura. La pantalla multicolor del cine era un caleidoscopio mágico que encantaba nuestra mirada. Inclusive para comer los maníes con chocolate, utilizábamos un movimiento automatizado que no requería de la vista. Los cincuenta centímetros de los televisores en blanco y negro resultaban insignificantes ante la majestuosidad de ese telón que parecía envolvernos como una escenografía que se montaba en torno nuestro y la magia obraba para que quedásemos dentro del filme. El sonido era tan real que, combinado con las imágenes, más de una vez, hizo que esquiváramos algún balazo con un movimiento involuntario, o cerráramos los ojos ante una colisión inminente. Nunca entramos al cine, el cine se metió en nosotros, como una fantasía vívida que completaba los puzzles de nuestra imaginación. Podíamos ser el cowboy que echaba a los malos del pueblo, el superagente que salvaba el mundo, el acróbata que hacia el truco fabuloso, todos esos y más. Las películas nos permitían entrar a algunos de nuestros sueños, pero mejorándolos. En ese cosmos infantil, el cine nos dio la posibilidad de ser aquel personaje que queríamos ser, en un viaje intenso e inolvidable.
Tenía una boletería, una ventanilla muy pequeña que protegía al cajero de quien sabe qué peligros, donde se adquiría la entrada y una escalinata que llevaba a una puerta de acceso de dos hojas , que se abrían de par en par a la salida, no en el ingreso, donde una persona recibía los tickets. Muchos vecinos colaboraron en esa época trabajando “ad honorem” para el cine tras un objetivo ambicioso, pero que nunca se terminó. Después de la puerta de dos hojas había un pequeño “hall” que, hacia la derecha, daba al kiosco donde una vitrina en posición de mesa contenía los preciados productos, frente a la que nos amontonamos las matinés por un maní con chocolate. Hacia el otro lado estaba el bar con una heladera enorme, sería de seis u ocho puertas, donde se podía adquirir gaseosas en botellas de vidrios de Coca, Seven o Crush, tal vez los mayores hayan probado una Bidú cola o una Mirinda. El acceso terminaba en dos gruesas cortinas color obispo (o lo que quedaba de él, pues lucían bastante descoloridas), que proveían oscuridad al recinto. La sala tenía una pronunciada pendiente haciendo ganar altura a las últimas butacas de manera que, desde el fondo del salón hasta el escenario tuviera el declive necesario para que todos pudieran ver. Las butacas se dividían en tres grupos de filas, dos pequeños de igual tamaño a los costados y un cuerpo mayor en el centro, lo que dejaba dos cómodos pasillos a ambos lados de las butacas centrales y otros dos pasillos más pequeños; uno contra la pared que daba al exterior que tenía ventanas de vidrio inglés repartido, pintadas de negro, a unos dos metros de altura y otro, contra la pared que daba al patio de la parroquia y que tenía unas grandes puertas ventanas pintadas de igual forma, y que venían muy bien para ventilar el salón cuando era destinado para actos en verano u otros eventos. El techo era realmente maravilloso, confeccionado artesanalmente en una noble madera de color oscuro, le daba al lugar una acústica muy buena y estaba cubierto por tejas coloniales. Al frente, el telón de proyección, cubría prácticamente la totalidad del fondo del escenario, lo que permitía que se utilizara para actos, obras de teatro y actuaciones corales. Diríamos que de día con sus ladrillos vistos, las ventanas negras y su escasa luz, era de aspecto tenebroso, pero de noche o de tarde cuando la luz del proyector se encendía y los corazones se preparaban para recibir abiertamente la historia que les iban a contar, era distinto. Por una escalera detrás del bar se accedía a la sala de proyección. Este palco, que hacía techo del bar, hall y kiosco, quedaba frente a la pantalla. Era una cabina donde se ubicaban dos proyectores que iban alternando la emisión de la película, que según me comentaron, venían en rollos numerados y mientras se proyectaba uno se preparaba, en la otra máquina, el siguiente. A veces los técnicos recibían la silbatina desconsiderada de toda la sala, por un rollo en mal estado que interrumpía la ensoñación que nos permitía ese viaje fabuloso a través de la pantalla.
Disfrutamos muchas películas: las de Palito Ortega, Sandro o Donald, pues en esa época los cantantes de moda hacían filmes románticos o para toda la familia, incluso nuestra coterránea, Rosana Falasca actuó para la pantalla grande en tres oportunidades. También eran populares las de perfil histórico, de Güemes o San Martín, gauchescas como Martín Fierro, o Juan Moreira; y obviamente los western: las del lejano oeste, (no sabíamos qué tan lejano era), como “Un dólar marcado”, “Lo bueno, lo malo y lo feo”, con una verdadera constelación de estrellas como John Wayne, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Cleant Eastwood, Charles Bronson, Robert Mitchum y tantos otros. Las que llegaban desde Italia de la mano de Terence Hill, (Trinity) y Bud Spencer, que entraban en el género de comedia. Y por supuesto, películas “para grandes”, las nacionales como “La Patagonia rebelde” sobre el libro ”Los vengadores de la Patagonia trágica” de Osvaldo Bayer, quién viviera en Humboldt durante un período de su infancia, “La tregua”, “Quebracho” y las picarescas de Porcel y Olmedo que resultaban garantía de risas, aunque también tuvieron éxito aquellas que aseguraban lágrimas como “La última nieve de primavera”.
Un día el cine cerró sus puertas para siempre y como si fuera una caja fuerte de recuerdos quedaron atrapadas miles de anécdotas sublimes. Sus viejas butacas guardaron momentos inolvidables , tal vez un primer abrazo, o un beso, un apretón en el brazo cuando la película de terror nos transportaba a sus escenas más fuertes, interminables risas, sonrisas cómplices, golosinas y bebidas tan disfrutadas, y algo más, el sentimiento compartido de desear por favor, pero por favor, ¡¡¡que la película no termine!!! Simplemente, porque nuestros corazones de niños sabían que cuando las luces se encendían, se iba la magia del cine. The end

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